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lunes, 5 de mayo de 2014

Eutanasia

Él juró como otros tantos que no llegaría nunca a compartir con nadie aquel órgano que fríamente hacía por latir bajo su pecho, hasta que un día tropezó con quien sería la mejor confidente de sus más profundas sensaciones.
Quizá fue su dulzura lo que le sedujo, quizá el misterio que la envolvía que no supo más que suplicar su presencia tan pronto como tenía oportunidad.
Tumbado en la cama, él cerraba los ojos y se dejaba querer envuelto en sus encantos, rodeado por sus brazos que transmitían una paz y serenidad que bien hubiera apostado estar imaginando. La quería, y la quería tanto que le rogaba que no se separase ni un segundo de él.
Sabía que no había morfina que le hiciera alcanzar ese estado nirvánico del que nunca escaparía voluntariamente y, por eso, día tras día, noche tras noche como lobo que aulla a la luna, lloraba sus deseos de escaparse con ella y volar prendido de unas alas que batían hacia lo que sin duda sería para él un lugar mejor.
Como siempre sucede en estos casos después de haberle engatusado, llegó el día en que ella, la Muerte, se desprendió  de su belleza y tomándolo de las manos trató de acunarlo como quien apacigua los llantos de un bebé, arrastrándole con ella a vivir por siempre en el sueño eterno.

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