Cualquier soltera en Manhattan sale a la calle enfundada en
las mejores creaciones de la alta costura, pasea y dirige a otras como ella
palabras de afecto, tengan o no una estrecha relación. Se hacen cumplidos e
invitan a eventos, con esa sonrisa en la cara que respeta todas las leyes de la
hipocresía.
Quien ya hizo méritos cuenta también con la suerte de
repartir los innumerables ceros de sus tarjetas de crédito entre negocios de muy diversa índole,
comenzando por los rincones de la quinta avenida y terminando por la cúspide de
la excelencia hostelera.
Por la noche, Cosmopolitan en mano y sobre la aguja más alta
que encontraron en Manolo Blahnik, trepan hasta la cima de la élite en busca de
un supuesto esporádico romance. Quien dice supuesto, dice improbable; quien
dice romance, dice catástrofe. En un intento desesperado por moverse entre los
mejores vínculos neoyorquinos, acaban siendo presa de algún tiburón de Wall
Street por el que vetaron su cama a otros extraños, por el que se apartaron
temporalmente de sus amistades y por el que abandonaron su culto a la diosa
independencia.
Y es así como, al tiempo que el humo de sus cigarros se
esfuma en el aire a medianoche, también lo hace su envidiable suerte. Condenadas
a presumir de las bondades de la autosuficiencia, no acaban de reconocer que
están sujetas indefinidamente a la tiranía del amor sin correspondencia.
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