Podría dar no miles, millones de motivos por los que la distancia, esquivado y temido concepto, tiene también sus cosas buenas. Dicho así, puede dar la sensación de que estas líneas no sean sino una forma de auto-convencerme de que, sola en la capital, sobreviviendo entre edificios que triplican la estatura de aquellos de la ciudad de la que procedo, no tengo miedo de que cambie el rumbo de la vida que he llevado hasta el momento.
Y en cierto modo, es verdad.
Convivir con la idea de que aquellos que me aprecian y
aprecio andan muy lejos de entender el cúmulo de sentimientos que almaceno día
a día, no es lo fácil que imaginaba cuando me embarqué en el viaje de estudiar
fuera de casa. Más me gustaría que hubieran venido conmigo en la maleta los
constantes e insoportables gritos de mis hermanos, las horas (y horas) al
teléfono con mis amigas con el consecuente comentario pa/maternal de <<te pasas el día entero
hablando>> , las reuniones con
los de siempre… e incluso el frío helador castellano, que parece que aquí vivo
en una eterna primavera.
Veo gente tropezarse e incluso caerse cómicamente, e imagino
al tiempo una risa a mi lado; gente que se mueve de un lado para otro en
patines y ninguno se detiene un momento a darme un abrazo; artistas con cámara
en mano dedicados a enfocar detalles que otros no vemos; balones de basket,
palos de hockey, bretones y pequeños felinos, alusiones a psicólogos, ¿y con
quién lo comparto si no las tengo conmigo?
Pero, como empezaba diciendo, la distancia tiene también su
parte positiva gracias a la cual he redactado hasta la última palabra de esta
reflexión, y no es otra cosa que aprender a valorar lo que uno tiene. Así de
sencillo, hasta el momento era tan normal y rutinario todo lo que cuento que no
había motivo para detenerse, pensarlo y disfrutarlo.
Y ahora…
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